domingo, 15 de mayo de 2016

Coníferas

Pendes de un hilo dentro de un cubo cristalino, entre estrellas sigilosas que miran tu coraza blancuzca y divergente.
Giras oscilando tras mi mente y drama, observando como -incrédulo- busco romper tu escudo que ahora es ámbar, subiendo peldaños para divisar alguna copa de árbol del frondoso bosque que resulta ser tu corazón: me lastimo las manos. 
 Las espinas, heridas diminutas que hierven mi sangre convirtiendo mi corazón impulsivo en una locomotora obsesiva guiando a un cuerpo entumecido -dándole energía- para seguir subiendo, bajando, estático. 
 La poesía que subyace en tus parpados caídos y las musas que dilatan las pupilas de un yo corrompido por el perfume del misterio que, hipnótico, embadurna mi psiquis, me obliga a seguirte como un centinela vigilante, atento a cada gesto, prediciendo cada movimiento erróneamente. Solemnes el drama y el vigor que nacen de la mezcla de un alma llena de fuego y una cubierta de piedras, y sin dudar -fuera de foco- fotografían encuentros no florecidos, marchitados lentamente. Ocurre que mientras las gotas de la lluvia caen, las aves esperan ansiosas la salida del sol: amaría iluminarte y penetrar con las yemas de mis dedos tu alma aterrada, acariciarla y sembrarla de estrellas.
 Dos universos distantes que juegan a ser una constelación, mas lastiman sus cuerpos celestes entre sí, colisionan. Uno expandiéndose para adentrarse, el otro escapando al infinito. 
Inhalaciones tenues se acoplan al murmullo de cigarras risueñas y ya es suficiente, caes como una bala de plomo otra vez al colchón de hojas para hundirte implacable. Dentro de la nueva oscuridad la mirada cautiva sale de la misma observando como el viento penetra los cielos y los mueve, impolutos. No hay ganas de leer poesía ni tampoco de vivirla, solo de contemplar el firmamento: solo de hacerse con él y desde ahí caer una y mil veces más, pero siempre en un colchón de hojas de otoño, siempre en un lugar suave donde descansar. 

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