miércoles, 19 de junio de 2013

Ocaso

El tiempo pasa, el viaje recién comienza, acurrucada en las sabanas -la hipócrita coraza-, deslizando sus dedos en silencio sobre la tela rosada de una textura nubosa, imperceptible. El tren sobre su destino único dejaba el vestigio de lo que alguna vez fueron sus sueños, ahora quemados, volando junto a la brisa dejándose llevar tan afable, tan singular, tan infantil y suave como una canción de cuna. Las grisáceas nubes inundaban sus ojos posados en un vidrio empañado por el frío del exterior, contraste perfecto con su aliento que -aún blanco y azulado- alejaba los polos de su alma hasta ser invisibles pero nunca inexistentes. Su cabello rubio se acomodaba en cálidas ondulaciones sobre sus hombros repleto de flores. La luz del sol se asomaba interesado entrometiéndose en el lúgubre vagón de maderas ahora pintadas de tonos cálidos, mientras la ceniza bailaba sobre su regazo y la esperanza sobre su corazón. A los fantasmas del pasado les gusta jugar en la noche, la oscuridad hace que todo se vea más elegante. Una lágrima opaca recorriendo una mejilla apenas rojiza, y las preguntas que inquietas se mueven en su cabeza, como insectos hambrientos perforaban sus pensamientos, porque cuanto más acromático está por fuera más colores habrá dentro. El humo del viaje se entremezcla ahora con el firmamento, su lugar de origen. Música, escapes, cigarros, el arte conjugado en su mirada cansada, marco de ojeras grises, la tinta que dibuja musas sobre su piel. Agua salada y una ramificación en su rostro pálido y armonioso, la belleza de la singularidad, la imperfección posada en los cuatro puntos cardinales: la frialdad en el norte, la decepción en el sur, el pesimismo en el oeste, sus miedos erguidos al este. Entonces el equilibrio, el punto que sostiene al mundo y su divergencia, su cuerpo y alma resquebrajándose junto a los cuerpos celestes que de nuevo se mueven oponiéndose a la fuerza de gravedad. Los cerezos bailan cabizbajos soltando pétalos rosados de su estructura tan femenina como una lluvia de primavera a raíz del golpe de viento que la velocidad de la máquina envía a sus troncos. En su mano un nuevo color entrando sin avisar por la rendija que creó la despreocupación, fulminante, que parecía fundirse en su palma agujereando lentamente los tejidos hasta infiltrarse -una vez convertido en sustancia acuosa- en su sangre. Nunca el mismo veneno duele dos veces de la misma forma. Sus pupilas se dilataron tan rápido como kilómetros se alejaba de sí misma, dentro de aquel torbellino de su pasión solo quedaban ella y la lujuria, los sueños y una gota de fe. Sus dedos y el comienzo de su interminable temblar, ya no por el frío ahora por cataclismo dentro de su cabeza. Hasta en los vientos más fuertes de su insensata rebeldía la muerte silba la melodía más cruda, acompañando con el amor -quizá- su instrumento predilecto, no de viento, no de cuerda, siempre de percusión.
 La luz y la oscuridad toman el mismo tren siempre en compartimientos contiguos: Solo cuando el día se corrompa por la oscuridad o la noche se enamore del día la barrera que los desune se abrirá. Una carta amarillenta pendía de su bolsillo derecho, la manta una vez en el suelo la liberó, y es que ella lo descubrió, el amor es un juego de azar el cual todo el mundo quiere jugar aunque tenga el conocimiento de sus reglas, perder, de todas formas sin él estarían fuera del centro, sinónimo de desaparición, el vértigo de una ruleta rusa sin una muerte física. Pero el viaje se tornaba cada vez más calmo y ella -aunque hundida en las más profundas aguas de sí misma- notó que la sombra la cubría por completo. Fue en la oscuridad completa de ese túnel pasajero cuando volvieron a abrirse sus ojos. Alegre abraza el aire que sentía suyo, ese llanto de dolor que ahora es un grito de batalla empezaba a agrietar la puerta -que el destino idealizó- para así detener el tiempo tan solo unos instantes.  Sin perder el sol dentro de sus pupilas se aventuró en su lado más amargo para abrazar el cuerpo de una parte de sí misma, en silencio, en algún lugar del tren, una vez más.
 La pregunta impactó cada célula de su cuerpo, y sistemáticamente iban elevando su volumen una y otra vez mostrándose hacia el exterior como espasmos en todo su cuerpo, pero jamás aflojando sus brazos. La luz lejana de una libertad que para ella era una cárcel la desesperó, tomando aquella carta de amor que ella misma escribió la noche anterior y otorgándosela a su némesis. Cuando el papel tocó sus manos se deshizo frente a sus ojos, para que luego el enjambre de cenizas entrara por la boca de la luz, hasta la última partícula. El dios sol empezaba a aparcar la locomotora en búsqueda de su hija y era el momento de la decisión.
La noche miró al prófugo día, y éste los opacos ojos que permanecían frente a su rostro ahora visibles gracias al crepúsculo que cada vez la mataba más. Tomadas de las manos de sus bocas brotó un deseo iluminando a la luna para eclipsar al sol, terminando en un beso tan meteórico que la muerte las liberó.
Segundos después las vías conducen al gusano de metal al mismismo averno.